En esta nota quiero realizar algunas reflexiones sobre la marcha en sí
misma y, también, sobre las reacciones de algún sector del mundo
político, mediático e “intelectual”. En primer lugar hay que decir qué
la relación entre el sistema judicial y la comunidad nunca ha sido
sencilla. Una de las razones evidentes de esa conflictiva relación
remite a un modelo institucional del poder judicial que ha hecho del
alejamiento de la gente una regla ineludible de construcción del poder.
Ya desde el diseño inquisitivo en la edad media lo judicial ha asegurado
su alejamiento comunitario a través de procedimientos inentendibles
para el ciudadano común, sistemas arquitectónicos incomprensibles al
usuario, un lenguaje tan alejado del idioma español que se autobautizó
cómo “lenguaje forense”, una duración de los procesos que asegura que
cuando llega la decisión casi nunca está influída por el conflicto
inicial y una composición cultural que incluso ha fomentado el eje poco
democrático de ingresos laborales sólo para la familia judicial. En
resumen, está claro que hace varios siglos que el sistema judicial ha
optado por independizarse de la gente. En efecto, la garantía
republicana de la independencia judicial ha sido mal interpretada como
desconexión de la gente y, en todo caso, mayor cercanía con los factores
de poder. Algún día los jueces descubrirán que la independencia
judicial se nutre de la cercanía de la comunidad que es justamente
aquello que asegura la posibilidad de mantenerse alejados de los
factores de poder institucionales y económicos.
El plan siempre tuvo
éxito, debido a que logró que a la comunidad, al pueblo, a los
ciudadanos empiece a interesarle menos el funcionamiento de un sector
del poder institucional que había logrado salir de la escena del control
popular. Ese es el resabio más lamentable del legado inquisitivo: lo
judicial como un laberinto oscuro, selectivo, sólo para iniciados,
altivo y por eso inaccesible al ciudadano de a pie.
Por ello, durante
mucho tiempo fue casi imposible lograr, incluso en las primaveras
formalmente democráticas, que lo judicial estuviera en la agenda
popular. Lograr que la democratización del sistema judicial fuera vista
por la comunidad como un problema al que enfrentar con urgencia, que por
fin fuera entendido como una dimensión que afectaba en gran medida a la
vida cotidiana, siempre fue un desafío con grandes riesgos de fracaso.
Por
eso la marcha convocada para este 1 de febrero es siempre una
conmovedora noticia. La crisis judicial es vivida en la piel del
ciudadano y en las organizaciones de la sociedad civil como un problema
de primer orden. En una democracia siempre ello es un extremo positivo.
Ahora
bien, por otro lado, la convocatoria a expresarse en contra de la
actual crisis judicial, con la pretensión de exponer el alejamiento de
ciertos sectores del poder judicial de un conjunto de parámetros
constitucionales y éticos, no podría tener más fundamentos que los que
ofrece nuestra triste realidad.
Estamos en presencia de una corte
suprema de justicia que se siente cómoda funcionando con cuatro
miembros, dos de los cuales aceptaron ser designados a través de un
decreto del poder ejecutivo nacional violando de este modo el
procedimiento constitucional y para empeorar el escenario justamente
esos dos miembros (que los acompaña cierto pecado original en la
debilidad ética de sus procedimientos de designación) son los que hoy
ocupan la presidencia y la vicepresidencia del máximo tribunal.
La
marcha pone luz sobre una corte suprema de justicia que cuando ha sido
necesario consolidar la situación de los protagonistas más lamentables
de la peor época del sistema judicial penal en el ámbito federal que
recuerde la historia democrática ha reaccionado con una selectiva
velocidad y raro “compromiso” institucional dignos de reproches. Una
corte suprema de justicia que por razones operativas obvias nos muestra
del modo más expresivo el escándalo de la delegación de funciones.
Es
la misma corte suprema que nada ha dicho de la violación al principio
de inocencia y de libertad durante el proceso de la escandalosa doctrina
Irurzun por la cual se encarcelaron ilícitamente un conjunto de ex
funcionarios seleccionados para su destrucción moral y pública solamente
por razones ideológicas y de aseguramiento de los modelos de exclusión
social que ellos combatieron (los presos políticos que algunos no han
querido ver).
La misma corte suprema que con acciones y omisiones
convalidó un modelo judicial en donde se utilizó prueba ilícitamente
obtenida, manipulada, y luego blanqueada en los medios de comunicación
para ocultar los delitos cometidos en la recolección de esa supuesta
información relevante sobre los hechos denunciados. Un máximo tribunal
que esta ridícula integración de cuatro miembros coloca en primer plano
la falta de formación intelectual y profesional de sus miembros en
relación con las competencias y naturalezas jurídicas de los conflictos
en los cuales deben intervenir como última palabra del sistema judicial.
Una
corte suprema de justicia que aparentemente se siente a gusto en el
marco de una integración absolutamente masculina y que pretende,
siguiendo uno de los objetivos del Lawfare, definir la tendencia de las
políticas públicas y los destinos finales del gobierno de los
argentinos.
Se trata del máximo tribunal que (como ya mencionamos)
nada dijo mientras durante varios años los argentinos éramos sometidos a
abuso de la prisión sin condena, pericias fraudulentas, elección del
juez amigo mediante el forum shopping (ya sea multiplicando
artificialmente las denuncias sobre el mismo hecho, o con con sorteos
sospechosos, o mediante el gambeteo de las reglas de conexidad) y el uso
ilícito de actividades de inteligencia interna.
Es el mismo máximo
tribunal que no vio nunca nada raro en la coordinación en la misma
persecución orientada de varios organismos del estado: AFIP/ UIF/
Oficina Anticorrupción/ Diputados/ etc.
Una corte suprema a la que
nunca le sorprendió la coordinación de algún Fiscal con algún Defensor
Público, que colaboró con la cooptación política de algunas víctimas/
querellantes en hechos muy tristes para la historia del país, que hasta
ahora guarda silencio sobre utilización irregular e ilícita de la figura
del arrepentido y que observó con pasividad digna de mejores causas
como agentes formales e informales de inteligencia se infiltraban como
defensores particulares para orientar las declaraciones de sus
“defendidos” en perjuicio de la figura política que había que destruir.
Una cabeza del poder judicial que nunca intervino cuando era evidente
que estaba frente a procesos en los cuales había acusaciones que no
definieron el hecho imputado violando la garantía del derecho de
defensa, o en los cuales se violaba verticalmente a la independencia
judicial con ordenes de las cámaras a los jueces de primera instancia
acerca de cómo debían resolver. Que, asimismo, hizo “mutis por el foro”,
cuando en nuestro país se extorsiónaba a los “arrepentidos” con la
amenaza de la prisión preventiva, o existía filtración anticipada a los
medios hegemónicos de información judicial sensible para la generación
del “clima” favorable al Lawfare. Una corte suprema en definitiva que
convalidó un país que permitía el funcionamiento de una “Gestapo”
judicial (para decirlo con las lamentables palabras de un ex ministro).
Por ello, lo que debe sorprender no es que exista una marcha en reclamo
de este desastre moral, sino que lo que nos debe llamar la atención es
que desde algunos sectores haya una crítica tan despiadada a una
convocatoria a la participación ciudadana. Nos debe llamar la atención
que se busque atribuir la marcha al oficialismo, faltando a la verdad, o
que se busque presentar a un acto de participación genuinamente popular
como un intento de debilitar las instituciones (que paradojalmente
fueron destruidas en momentos en los cuales se consolidó el espanto que
acabamos de describir).
Las malas noticias sucedieron estos años, lo que sucederá el 1F es, claramente, una excelente noticia.
* Doctor en Derecho (UBA). Profesor titular de Derecho penal (UBA). Ex Fiscal General