Excepciones aparte, y sucesivos cambios de gobierno nacionales
mediante, el hecho cierto es que en la República Argentina se reconocen
hoy muchos territorios ilegalmente en manos de ciudadanos y/o empresas
extranjeras, que contravienen esa prohibición que es común a muchos
países del mundo. Y sobre todo tratándose de territorios de frontera.
No
siendo el único caso, el del Lago Escondido, en la cordillera de los
Andes, entre las ciudades de rionegrinas de Bariloche y El Bolsón,
devino emblemático e hiperconflictivo desde que la Ley número 26.737 ,
sancionada en diciembre de 2011, tuvo como una de sus principales
finalidades establecer límites a la titularidad de las tierras rurales
adquiridas por extranjeros dentro del territorio nacional.
De los 266
millones de hectáreas computadas en el Registro Nacional de Tierras
Rurales, en el año 2022 un 5,02% era propiedad de extranjeros y de ellos
los mayores registros de tierras en manos foráneas estaban en los
departamentos rionegrinos de Bariloche, El Bolsón y Lacar. Esa
extranjerización de tierras, que son riquísimas en recursos naturales,
sumaban entre 12 y 13 millones de hectáreas. Y otro dato, también
preocupante, es que la mayoría de esas tierras se encuentran en zonas
limítrofes, en la siguiente escala: Salta, Misiones, San Juan,
Corrientes, Mendoza y Catamarca.
Hacia 2015 más del 6% del territorio
argentino estaba en manos de extranjeros, en primer lugar
estadounidenses, seguidos de italianos, españoles, suizos, chilenos y
uruguayos. La ley 26737 limita además la venta a extranjeros de tierras
con fuentes de agua importantes, o que estén en zonas de fronteras. Esas
son las dos limitantes de cuyo incumplimiento flagrante se acusa a
Lewis. Y el límite que impone la ley a personas extranjeras es de 1.000
has.
En estos contextos es más accesible el conocimiento de lo que
puede llamarse “fenómeno”, convocado por la presencia virtual del
británico Sr. Lewis, y que todos saben en esta comarca que el hacedor de
muchas acciones cuestionables es su ladero y por muchas personas temido
capataz, un tal Sr. van Ditmar, de apellido escandinavo pero costumbres
y procedimientos temibles. Y que, siguiendo órdenes o no, fue quien
ayer produjo uno de los hechos más violentos y desdichados de esta
conflictiva cuestión en mucho tiempo, pues después de varios años de
reclamos pacíficos ayer parece haber sido el autor o promotor o jefe de
una feroz práctica represiva contra centenares de pacíficos
manifestantes. Detrás de las rejas montaban caballos briosos y con
música estruendosa de Los Chalchaleros y otros grupos folklóricos,
lanzaron andanadas de piedras y cascotes por sobre la barda de acero,
los que obviamente dispersaban una y otra vez a los manifestantes, e
incluso produjeron una grave herida en la cabeza de un joven militante
que debió ser internado con urgencia en el hospitalito más cercano, ruta
40 arriba en dirección a Bariloche. Le consta a este cronista –que
estuvo allí presente, toda la jornada– que frente a la consigna
represiva y la violencia explícita, el reclamo de la multitud se cumplió
en forma cabal: no insultar, no caer en provocaciones. Y no una vez
sino durante horas, desde la mañana temprano. Centenares de jóvenes y
adultos de pie, con decenas de banderas y muchos cantos politizados pero
de ninguna manera ofensivos.
Este columnista da fe de ello: desde la
mañana temprano y hasta después del mediodía y frente a la presencia de
una nutrida formación de policías rionegrinos y bajo la extraña,
atronadora e incesante música folklórica que fue vociferada durante no
menos de 9 horas continuas, y todo matizado con el paseo fanfarrón de la
tropa de supuestos gauchos montando caballos briosos y formando figuras
entre soberbias y desafiantes. Un espectáculo que no dejaba de ser
enigmatico y que generó incluso que algunos manifestantes bailaran
zambas y chacareras del otro lado de las rejas de acero.
Hacia el
final de la tarde, y se diría que en forma crepuscular luego de tan
insólita y absurda “defensa” por parte de esa horda de bestias
disfrazados de gauchos, y sin jerarcas a la vista, sí llamaba la
atención la soberbia de sus ocho o diez jefes montando magníficos
caballos, mientras los cipayos de menor cuantía cascoteaban a granel e
incluso a algún policía mal colocado junto a la juvenil multitud que
llenaba la carretera.
Hasta que andando la tarde se supo que llegaba
ya la cuadrilla de caminantes que durante tres días recorrieron lo que
se llama “la ruta de la montaña”, que termina en el río y lago, desde
donde con canoas y cayacs cruzarían para llegar al encuentro de los
manifestantes por el llamado camino de Tacuify, que es de uso público.
Pero que los esbirrros del Amo Inglés clausuraron arteramente. Y fue
allí donde, y sin público, no sólo impidieron que finalizaran su
caminata sino que les dieron una cobarde paliza que no respetó a mujeres
ni a hombres de edades avanzadas y dejó por lo menos tres heridos, uno
de ellos grave. Los medios coetáneos de esta crónica lamentablemente
“costumbrista” hablarán, seguramente “de otras cosas” y acaso inventando
imágenes perdonadoras de la bestialidad de los cipayos, colonizados
sujetos que rodean al Sr. Lewis y a su esbirro el Sr. Van Ditmar.
Obvio
que también ésta –hay que decirlo– es una consecuencia de las políticas
incompletas e insatisfactorias de los grandes poderes. Porque los
pueblos laboriosos y con espíritu patriótico proceden a veces
equivocadamente y eso porque también se equivocan. Pero hay algo que los
redime y hace mejores, como este columnista comprobó al cierre mismo de
esta nota y ya de madrugada, cuando escuchó cantar a un grupo de
muchachos y muchachas, pasada la medianoche y en un bar o cafetería de
un sitio conocido como “El pueblito”, y con respeto y amor, nada menos
que el Himno Nacional Argentino. A capella y con solemnidad casi
adolescente pero espontánea, cantaban uno de los símbolos preciosos de
la Soberanía, ésa que nos han ido quitando de las aguas del Paraná, de
innumerables bienes naturales, de la desvalorización de nuestra moneda
nacional y de la desorganización geográfica argentina. Eso que todavía
estamos a tiempo, y urgidos, de reparar para volver a ser aquella “nueva
y gloriosa nación”.