La clase media está cada vez más empobrecida. Por el derrumbe del poder adquisitivo, cada vez más argentinos restringen gastos en plataformas como Netflix, consumos cotidianos como la carne y otros “gustos” que antes se daban. Un informe de la consultora Scentia muestra una caída del consumo del 12,5 por ciento interanual en junio. El relato de los trabajadores que tuvieron que cambiar sus hábitos. Por Silvina Friera. El mantra de la época lo instaló el presidente Javier Milei: “no hay plata”.
La clase media lo adoptó al comienzo con esperanza o a regañadientes,
de acuerdo a quien haya votado. Por el derrumbe del poder adquisitivo,
cada vez más argentinos restringen gastos en servicios (plataformas de
streaming como Netflix), consumos cotidianos como la carne (reemplazada
por el pollo) y “gustos” que antes se daban (merienda con amigas, cenar
afuera o comprar indumentaria). Ahora, mantra mediante, directamente no
pueden hacerlo porque el sueldo o las jubilaciones no alcanzan. El
desplome del consumo se agudiza con la recesión. Un informe de la
consultora Scentia muestra una caída del 12,5 % interanual en junio y
una baja acumulada del 8,5 % en el primer semestre del año, en relación
con el mismo período de 2023. Las ventas bajaron además mucho más en el
interior del país: 17,2 en las provincias, y un 5,1 en el AMBA. El
informe observa que tanto en las cadenas como en los autoservicios (los
supermercados chinos y almacenes barriales), el mayor descenso lo
encabezó el consumo de “impulsivos”, las golosinas y productos
localizados cerca de la caja (21%), seguido por bebidas alcohólicas
(19,6 %), bebidas sin alcohol (16,2%), limpieza de ropa y hogar (12,4%),
desayuno y merienda (12,1%), higiene y cosmética (11,3%), alimentos
(7,9%) y perecederos (5,4%). El miércoles pasado la Cámara de la
Industria y Comercio de Carnes y derivados de la República Argentina
(Ciccra) informó que el consumo de carne vacuna se derrumbó un 16,7 % y
tuvo el peor registro en 13 años. En el primer semestre de 2024 el
consumo fue el equivalente a 44,7 kilos por habitante por año, el más
bajo en 19 años.
Chau Netflix- María Gabriela Olmedo vive en la
ciudad de Córdoba, tiene 68 años y es jubilada de comercio. Como no le
alcanza la jubilación mínima que cobra (215.580.82 más el bono de 70.000
mil pesos), limpia casas dos veces por semana. Vive con su marido de 79
años, que también cobra una jubilación mínima y sigue trabajando en un
taller mecánico. A la hora de repasar qué consumos y gastos dejó de
realizar en estos siete meses cuenta a Página/12 que ya no sale con sus
amigas a merendar como lo hacían antes. “Nos juntamos menos y en
nuestras casas”, confirma y agrega que no sale a comer afuera. “Ya no
compro regalos de cumpleaños, ni ropa, ni otros gastos por el estilo que
no sean de estricta necesidad. No repongo cosas de la casa como
sábanas, toallas, ni hago arreglos edilicios. Ahora mando a arreglar las
cosas que se rompen, cuando antes quizá podía comprar nuevas. El médico
me indicó que haga pilates y lo estoy posponiendo porque no me alcanza
la plata. En casa usamos menos la luz y el gas porque aumentó mucho, y
ahora en invierno nos abrigamos más y no prendemos tanto el calefactor”.
La jubilada cordobesa tiene un auto modelo 98 que usa lo mínimo porque
es a nafta y dio de baja Netflix. “Estos meses de Milei fueron un fuerte
golpe para la economía de mi hogar, y debo seguir trabajando para
cubrir los gastos mínimos. En ocasiones recibo ayuda de mis hijas. Creo
que los jubilados fuimos de los más perjudicados por este gobierno y,
pese a recortar tanto mis gastos porque no me alcanza, no siento que
haya un panorama esperanzador hacia adelante. Al menos no se ve un
futuro que haga pensar que esté valiendo la pena semejante esfuerzo.
Esfuerzo que nunca deberíamos haber hecho nosotros, porque ya de por sí
no nos sobraba la plata”. Olmedo se explaya en las distintas estrategias
de supervivencia que aplica a la hora de comprar en el supermercado.
“Cambiamos los productos de primera marca por otros de segunda. Algunas
cosas dejamos de comprar o pasamos a hacerlo esporádicamente, como carne
roja. Comemos más pollo, menos queso y yogurt. Las verduras y frutas
las elegimos en función de lo que está más barato y no de lo que
queremos comer”, reconoce y afirma que empezó a comprar productos de
limpieza sueltos y algunas cosas por mayor para ahorrar. “Cuando veo un
precio bajo, si el vencimiento no es cercano, compro más unidades”,
admite Olmedo. “Dejamos de usar servilletas de papel, por ejemplo. Nada
de panadería, salvo pan. Nada de atún en lata que antes consumíamos
mucho. Nuestra alimentación se volvió más monótona y ahora buscamos
precios, cuando antes teníamos un súper de cabecera y ahí íbamos
siempre”. Olmedo confirma que sigue pagando Internet y el cable porque
como son jubilados y no salen mucho “es una compañía”, aunque se queja
porque “el precio se fue por las nubes”. El servicio de telefonía
celular, aunque aumentó, lo mantiene porque no pueden estar
incomunicados. También paga el seguro del auto. “No dejé ninguna
medicación, aunque subieron mucho y cuesta llegar”, dice la jubilada
cordobesa que tiene dos perros adoptados. “Los cuidamos bien, no
achicamos en calidad de alimento ni en sus necesidades veterinarias”.
Para Olmedo “lo simbólico” define hoy a la clase media y ya no lo
económico. “Me considero parte de la clase media, pero los números y la
manera en que vivimos en cuanto a la economía del hogar dicen otra cosa.
Tenemos casa propia y vehículo, y eso hoy es mucho. Pero son logros de
tiempos pasados, si alquiláramos hoy no podríamos vivir. Tenemos hijas a
las que le pudimos dar una buena educación y eso para nosotros como
trabajadores que fuimos (y somos) es muy importante. Hoy no podríamos
darle lo que le supimos dar en el pasado”. Para seguir siendo de clase
media se aferra a su trabajo como empleada doméstica porque “me permite
seguir manteniendo un modo de vida que no podría tener solo con la
jubilación”.
Volver a la bici
La rosarina Juliana De Bonis tiene
24 años y estudia derecho en la Universidad Nacional de Rosario. En
enero la echaron de un trabajo que tenía como empleada administrativa.
Estuvo cinco meses buscando hasta que entró a trabajar como moza en un
bar. “En mi casa cada tres o cuatro meses se corta la obra social hasta
que se regulariza el precio y cualquier cosa vamos al hospital público.
Se cortó el psicólogo tanto para mi hermano (que es autista) y para mí,
que tengo estabilizadores del ánimo de por vida por trastornos
traumáticos y los tomo de emergencia en días malos para estirar la
medicación”, confiesa la joven rosarina.
Además, cuenta que ya no va
a comer afuera y no sale de vacaciones los feriados largos ni hacen
juntadas grandes con familiares. Usa la bicicleta lo más posible y
limitó el uso de colectivos, sólo para el trabajo y en caso de
emergencias. El boleto de colectivo en Rosario estaba 220 y pasó a 370,
500, 700 y desde el 15 de junio 940 pesos. Se limitó el delivery de
comida a una vez al mes en días “muy fríos” o sólo días de oferta. Se
cortó la picada de todos los sábados y ya no comen asado todos los
domingos, sino una vez al mes. Ahora está comiendo más pollo. En cuanto
al cambio de comportamiento en las compras, De Bonis asume que desde
2015 que en su familia dejaron de comprar las primeras marcas; que
buscan lo barato y “rendidor”. Vive sola y paga alquiler por un
monoambiente a cinco cuadras del centro de Rosario. En febrero el
alquiler se fue de 32 mil pesos a 120 mil. Desde entonces tiene aumentos
cada tres meses; en agosto tendrá que pagar 170 mil. Come menos carne,
golosinas, postres y ahora compra bolsa de harina para hacer a mano la
masa de las empanadas, pizzas y tartas.
“La clase media argentina
hoy se limita a aquellos que son hijos de profesionales, no con tanto
renombre, o que tienen pequeñas parcelas de campo o dueños de alguna
propiedad que alquilen. Desaparece la clase ‘media’ antigua yendo a
clase trabajadora/obrera esclavizada y queda en clase media lo que antes
era la clase media alta, que resigna viajes al exterior, pero puede
seguir con su vida normalmente, con vacaciones y salidas”, aporta.
“Se compra poco, se busca mucho”
El
tucumano Daniel Ocaranza, que trabaja como editor de libros, enumera
las restricciones de estos meses. “Las salidas, que ya eran cada vez
menos, se volvieron algo muy de ocasión especial; es más juntarse
puertas adentro”, destaca el cambio y detalla que dejó también de
consumir el transporte de manera regular. “Ahora junto tareas que me
obligan a desplazarme así me muevo una sola vez”, comenta la estrategia
que utiliza para ahorrar el boleto de colectivo en la ciudad de Tucumán,
que arranca en 690 pesos y llega hasta 1.260 pesos en el tramo más
extenso.
“La vestimenta también es algo que venía disminuyendo,
ahora se volvió minimalista: se compra poco, se busca mucho, pero mucho,
en ferias antes que nada; para vestirse y calzarse el microcentro es
prohibitivo”, dice.
En cuanto a las compras en el supermercado,
subraya que hacía tiempo que estaba comprando segundas marcas. “Ahora
entré en las terceras y las otras marcas, las que no tienen ni
categoría”, ironiza el editor tucumano. “Los cambios fueron en cosas de
higiene y limpieza más que nada: papel higiénico, jabón y shampoo. Y
algunos alimentos como queso cremoso, aceite y fideos. Incluso la carne,
como buscar cortes alternativos, los de larga cocción. Dejé de comprar
queso para rallar; es imposible. Aceite de oliva, que era algo muy de
vez en cuando, lo borré de las cosas posibles. Café ni hablar”.
No
se resigna a perder la obra social y los medicamentos. “Eso es
intocable, como la telefonía celular e Internet y por ahora alguna
plataforma de películas y series. Los libros, para mi son primarios, son
parte de mi trabajo”, postula Ocaranza y tampoco es negociable la yerba
mate, el dulce de leche y el queso cremoso.
“La clase media es
complicada y casi siempre reaccionaria; todos tratando de no caer. Hoy
creo que trata de pelear, como siempre para aparentar, pero dentro de
eso le falta reacción”, reflexiona el editor y precisa a qué cosas se
aferra para seguir siendo de clase media: mantener la obra social, su
“techo” y los libros. “Tal vez los libros sean a quienes me aferro para
no naufragar”.
Segunda marcas en artículos de limpieza
Camila
Breccia tiene 30 años; es community manager y vive en San José de la
Esquina, un pueblo de 7000 habitantes a 120 kilómetros de Rosario, en la
provincia de Santa Fe, junto a su pareja y su beba, que cumplió un año.
“Yo soy la que hago las compras y me fijo mucho. Antes no miraba, lo
que necesitaba lo compraba. Ahora miro lo que me conviene por precio y
tamaño; hay cosas que sigo comprando la primera marca, como por ejemplo
la leche; pero hay cosas que no son fundamentales, como los artículos de
limpieza y papel higiénico, que pasamos a comprar segundas marcas”,
explica Breccia y advierte que siguen consumiendo carne, pero dejaron de
comer pescado cuando antes comían una vez a la semana. Otro gasto que
recortó tiene que ver con los snacks, como palitos, papas fritas y maní.
“Compro solo lo que necesito, empecé a ser muy ordenada con el tema de
la comida. El fin de semana me siento y veo qué hay, que puedo cocinar y
qué combinaciones puedo hacer y compro lo que voy a usar. Eso antes no
lo hacía”, compara.
Medio en broma, medio en serio, se define como
una excompradora compulsiva de cursos, algo que dejó de hacer en estos
meses. “Ya no salimos a comer afuera, antes al menos lo hacíamos una vez
al mes”, revela Camila otro consumo que abandonó. Antes viajaba con su
pareja a hacer las compras a Rosario, paseaban y almorzaban. Ahora
compran en el pueblo “lo justo y necesario”. En el inventario de gastos
que ya no hace incluye las uñas y aclara que a la peluquería va “si o
sí” porque necesita teñirse y no sabe hacerlo sola. No se compra ropa,
excepto que le regalen para su cumpleaños y entonces cambia los regalos y
pone un poco más de plata para comprarse algo más. “Yo no gasto nada
para mí; todo lo que gano hoy va para la casa, para pagar la comida y
para los impuestos. Ya no puedo darme ningún gustito”, comenta Camila.
“Si
me preguntás, te digo que soy de clase media, pero si veo los números
de lo que gano, yo soy de clase baja. Y eso que mi marido tiene un mejor
trabajo. La clase media se fue desdibujando y no se sabe dónde está el
límite que separa a la clase media de la clase baja”, resume.
El terror a ser de clase baja
Alejandra
Lauria, profesora en escuelas secundarias de la ciudad de San Miguel de
Tucumán, tiene 43 años. Dejó de pagar Netflix, no sale a comer ni a
tomar algo en los bares porque el sueldo “sólo me alcanza para
sobrevivir”. “Sigo comprando las mismas marcas, pero solo compro
productos de primera necesidad, antes compraba algunos productos para
probar o darme el gusto, ahora ni siquiera quiero mirar las góndolas y
solo me limito a la lista que hice previamente”, plantea la profesora
tucumana. “Me niego a dejar de pasear a lugares lindos. O sea, espero
las vacaciones y deseo irme a algún lado, solo que ya sé que tendrá que
ser lo más gasolero posible”, sugiere Lauria. “La clase media fue
siempre un invento para hacer creer a la clase trabajadora que con
esfuerzo podría vivir mejor o sin preocupaciones. Aunque esto no se
cumple nunca, hay un sector social que se anima a soñar y creo que esa
es la clase media. Más que lo que posee, la definen sus aspiraciones.
Algunos consumos culturales, querer tener o cambiar el auto, la casa
grande con pileta, las vacaciones familiares, configuran lo que para la
clase media sería vivir bien, mientras el esfuerzo le permita pensar que
esto es posible la clase media se siente más tranquila”, reflexiona la
profesora tucumana.
“A la clase media la siguen definiendo las
mismas aspiraciones o creencias, solo que en determinados momentos como
el actual siente que se aleja cada vez más de estas aspiraciones y eso
le genera malestar. De algún modo sabe que si deja de soñar el progreso
se convierte en clase baja y ese es su peor terror. Aunque en definitiva
si necesita trabajar para vivir sea de la clase trabajadora, sin
importar los consumos que alcance con su salario”.
Lauria no cree
que hoy sea de clase media y explica por qué. “Quiero que el salario me
alcance para vivir y no sólo para comer, porque eso es esclavitud. No
quiero trabajar por techo y comida, aunque lamentablemente es lo que
sucede. Y peor aún, a mis compañeros de trabajo con hijos les está
costando parar la olla. La inflación se llevó puesta las condiciones de
vida de la mayoría asalariada”.